No cabe duda que la masonería viene a ser como el Guadiana, un tema recurrente que de pronto aparece como, en seguida, cae de nuevo en el olvido. En este sentido he leído hace poco la última novela, para mi gusto bastante fantasiosa, de Dan Brown, que supone su versión sobre la cuestión masónica, si bien en el ámbito anglosajón y, por tanto, muy alejada de toda esa serie de leyendas y prejuicios que todavía, aún hoy, dicha cuestión suscita en España. Su tesis, la de que una buena parte de los grandes artífices de la Independencia de Estados Unidos eran miembros de la masonería y que, de paso, dejaron toda una simbología en Washington.
Particularmente me quedo con la película "La búsqueda", igualmente fantasiosa, pero más amena y de trama mucho más trepidante, aparte de la siempre desconcertante, pero también aceptable, presencia de Nicholas Cage como protagonista. En nuestro país tenemos asimismo otra curiosa versión, entre otras muchas, sobre la masonería: la de Jakin Boor.
Introducida por un inglés pendenciero y controvertido, el Duque de Wharton, que fundó la primera logia española, La Matritense, en una fonda de la madrileña calle de San Bernardo, aunque, por lo que se sabe, no tuvo mayor trascendencia.
Luego, dicho Duque se quedó a vivir en España y, como quiera que murió en uno de sus disparatados viajes, fue enterrado en el monasterio de Poblet. Ni que decir tiene que cuando Franco, previamente informado de este suceso, visitó dicho monasterio, mandó que los restos del infortunado Wharton fueran inmediatamente exhumados de aquel lugar sagrado.
Sin embargo, a lo largo de los siglos XIX y XX, la mano oculta de la masonería parece que no permaneció ajena a muchos de los entresijos de la Historia de España. De ella hablan muchos historiadores y algunos novelistas como Pérez Galdós o Pío Baroja, quien precisamente mostró su extrañeza por la falta de curiosidad de los españoles por estos temas, hasta el punto de decir que "los españoles pasaron por delante de acontecimientos extraordinarios sin el menor deseo de esclarecerlos o contarlos".
Ilustres masones fueron, por citar tan solo algunos nombres, Ramón y Cajal, Isaac Peral, Sagasta, Manuel Azaña o Ramón Franco. Pero fue tras nuestra Guerra Civil cuando la masonería fue objeto de una tenaz persecución por parte del franquismo, que siempre la vio como un secular enemigo de España. En cierto sentido podemos decir que la obsesión de Franco por la masonería parece rayana en lo patológico, siendo su explicación más socorrida que él mismo fue rechazado por dos veces tras pedir su ingreso.
A nadie se le oculta que dicha persecución le fue muy útil, pues, de paso, le permitió extender su reacción a todo aquel que resultara sospechoso a su persona. Todo ello no fue óbice para que se hiciera la vista gorda cuando convenía, baste citar ejemplos como los de Blas Pérez, ministro de la Gobernación en los años cuarenta y nada ajeno a la masonería, o el del poeta falangista Eugenio Montes, de la Real Academia Española, que ingresó en esta sociedad en Cádiz (1923).
Por supuesto que tal reacción vino acompañada de toda una literatura, bastante maniquea por cierto, destinada a combatir la masonería. Entre los autores que se cuentan en este tipo de obras, casi todas ellas llenas de tópicos y de muy poco rigor histórico, destaca, la ya referida, de un tal Jakin Boor, evidentemente el pseudónimo de alguien que hasta llegó a figurar, en un rasgo de sibilino humor, en una de las listas correspondientes a las numerosas audiencias civiles que Franco tenía por costumbre conceder. Jakin Boor nos dio una versión catastrofista, casi apocalíptica de la masonería, como fuente de todos lo males de de la historia contemporánea de España.
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