(por Henri Corbin -extracto del primer capitulo del libro: Tiempo Cíclico y Gnosis Ismailí)
En un pequeño manual de doctrina mazdea en pahlevi que data del siglo IV de nuestra era llamado Pand Nómalc i Zartusht (Libro de consejos de Zartusht) y en algunos casos Citak Handarz Póryókeshán (Instrucciones escogidas de los primeros doctores de la fe), se enuncia una serie de preguntas cuyas respuestas debe conocer todo ser humano llegado a la edad de quince años. Estas son las primeras:
«¿Quién soy y a quién pertenezco? ¿De dónde he venido y adónde volveré? ¿De qué linaje y de qué raza soy? ¿Cuál es mi vocación propia en la forma de existencia terrena? [...] ¿He venido del mundo celestial o he comenzado a ser en el mundo terrenal? ¿Pertenezco a Ohrmazd o a Ahrimán? ¿A los ángeles o a los demonios?»
Las respuestas son éstas:
«He venido del mundo celestial (mênôk), no es en el mundo terrenal (gâtîk) donde he comenzado a ser. He sido originalmente manifestado en el estado espiritual. Mi estado original no es el estado terrenal. Pertenezco a Ohrmazd (Ahura Mazda, el Señor Sabiduría), no a Ahrimán (el Espíritu del Mal y las Tinieblas): pertenezco a los ángeles, no a los demonios (...) Soy criatura de Ohrmazd, no de Ahrimán. Mi linaje y mi raza proceden de Gayómart (el Hombre Primordial, elAnthropos). Tengo por madre a Spandarmat (el Ángel de la tierra), tengo por padre a Ohrmazd (...). El cumplimiento de mi vocación propia consiste en esto: pensar en Ohrmazd como Existencia presente (hastîh), existente desde siempre (hamê-bûtîh) y para siempre (hamê-bâvetî);pensar en él como Soberanía inmortal, como Ilimitado y como Pureza; pensar en Ahrimán cornoNegatividad pura (nestîh) que se agota en la nada (avîn-bûtîn), como el Espíritu Maligno que antaño no existió en esta Creación y que un día dejará de existir en la Creación de Ohrmazd y se hundirá en el tiempo final: considerar mi propio yo como perteneciente a Ohrmazd y a los arcángeles (Amahraspandán)»
Estas pocas fórmulas, muy simples pero decisivas, proyectan simultáneamente las respuestas sobre un horizonte de preexistencia y de supraexistencia. Implican que los momentos del nacimiento y de la muerte, tan cuidadosamente señalados en nuestros registros civiles, no son ni nuestro comienzo absoluto ni nuestro final absoluto. Implican que el tiempo, tal como en general lo concebimos, como una línea que se prolonga indefinidamente perdiéndose en las brumas del pasado y del futuro, no tendría literalmente ningún sentido; un tiempo así sería simplemente un absurdo. Si la moderna filosofía matemática nos ha enseñado a concebir el tiempo como una cuarta dimensión que se añade a las tres dimensiones del espacio, ¿no cabría decir que el mito de la cosmogonía mazdea en general nos des-vela algo así como una nueva dimensión, una quinta dimensión, que determina la altura de luz de un ser o, al contrario, su profundidad de tinieblas?
«Altura» y «profundidad» son términos que sugieren todavía dimensiones del espacio visual, y las necesidades del lenguaje forzarán así al mito a situar espacialmente, en su relación recíproca. la Potencia de Luz y la contrapotencia de Tinieblas. Sin embargo, toda representación geométrica concreta es inadecuada, pues es preciso concebir un espacio a la vez infinito y limitado. De hecho, Luz y Tinieblas primordiales no ocupan un espacio de por sí situado y definido; son ellas las que sitúan en un espacio absolutamente propio, mensurable en sus propios términos de Luz y de Tinieblas. La altura o profundidad de Luz podrá ser designada como tiempo eterno, y el espacio de Luz, en el que se despiertan los seres de luz que realizan los pensamientos de esa Luz, nace eternamente de ese tiempo eterno.
Es, pues, en esta profundidad de Luz dónde se origina la existencia personal del ser que se reconoce en la tierra «como perteneciente a Ohrmazd y a los arcángeles». Pero el tiempo en el que se inscriben el momento de su advenimiento a la forma terrestre de existencia y el momento en que se ausenta definitivamente de ella, no es el tiempo eterno de esa profundidad de Luz. Es un tiempo que se ha originado de él, que es a su imagen, pero que está necesitado y limitado por los actos de una dramaturgia cósmica, cuyo preludio señala y cuyo desenlace será igualmente el suyo. Puesto que procede de ese tiempo eterno, retorna a su origen y a él hace retornar a los seres que intervienen en su ciclo como dramatis personae, pues en este drama cada uno de ellos «personifica» un papel permanente del que ha sido investido por «otro tiempo». Como se trata esencialmente de un tiempo de retorno, tiene la forma de un ciclo.
La cosmogonía mazdea nos enseña así que el tiempo tiene dos aspectos esenciales: el tiempo sin orillas, sin origen (Zervân-i akanârak), el tiempo eterno; y el tiempo limitado o «tiempo de largo dominio» (Zervân-i derany xvatâi), el AION, propiamente hablando, aunque en ocasiones también el tiempo eterno se designa de la misma forma. El tiempo eterno es el paradigma, el modelo del tiempo limitado, que ha sido hecho a su imagen. Y por eso nuestro tiempo, como dimensión de la existencia terrenal, permite que se transparente a través suyo una dimensión distinta a su propia dimensión cronológica: una dimensión de luz que le impone su forma y su sentido. Inversamente, la ausencia o destrucción completa de esta dimensión miden la profundidad de tinieblas del ser que está en ese tiempo. Puesto que la dimensión de luz pone de manifiesto la relación con el origen, puede propiamente denominarse dimensión arquetípica: como tal, también caracteriza y sitúa a un ser de luz, a un ser de esencia ohrmazdiana. Al vincular a ese ser con un tiempo eterno, al cual reconduce el tiempo limitado de su actual forma de existencia, esa dimensión-arquetipo determina, finalmente, una experiencia de eternidad completamente propia, o más bien la anticipación que hace posible —o que traduce— la concepción de un tiempo cíclico, que no es el tiempo de un eterno retorno sino el tiempo de retorno a un origen eterno.
El concepto de esta dimensión de luz, dimensión-arquetipo, puesto que fundamenta a cada ser en otro Sí mismo que le precede eternamente, puede proporcionarnos la clave de un mundo celestial poblado de figuras que son instauradas y gobernadas en su ser por una ley propia, y según las exigencias de una lógica propia. Las respuestas que acabamos de leer están referidas al doble plano o doble estado del ser que caracteriza a la ontología mazdea, designado por los términosmênôk y gêtîk. Habrá que procurar no reducir el contraste que ambos expresan a un esquema platónico sin más. No se trata exactamente de una oposición entre Idea y materia, ni entre universal y sensible. Mênôk debe ser traducido más bien por estado celestial, invisible, sutil, espiritual, pero perfectamente concreto. Gêtîk designa un estado terrestre, visible, material, ciertamente, pero de una materia que es en sí completamente luminosa, materia inmaterial con relación a la que de hecho conocemos, pues la transferencia al estado gêtîk —y ésta es propiamente la concepción mazdea— de ningún modo significa por sí misma decadencia, sino consumación y plenitud. El estado de imperfección, de menos ser y de tinieblas que representa la condición actual del mundo material, no se debe a su condición material como tal, sino al hecho de ser zona de invasión de las contrapotencias demoníacas, el escenario y el envite de la lucha. Lo extraño a esta creación no es aquí el Dios de Luz, sino el Principio de Tinieblas. La redención hará nacer el tan i pasen, el «cuerpo venidero» o corpus resurrectionis, pues no tiende a abolir el mundo gêtîk, sino a devolverlo a su estado luminoso, a su dimensión-arquetipo.
Esta dimensión de luz constituye cada ser, cada entidad física o mortal del mundo terrenal, como elemento complementario de una realidad celestial o mênôk con la que se empareja: mênôk es su entidad espiritual, su arquetipo: su “Ángel”. Instaurando esta dimensión, la imaginación metafísica mazdea atestigua su aptitud característica para configurar hipóstasis, para hacer que a través de toda realidad se transparenten los rasgos de una persona celestial. Esta norma de representación es tan fundamental que el propio tiempo, bajo uno u otro de sus aspectos, será aprehendido como una persona de rasgos definidos. Y tal es precisamente el aspecto desde el que vamos a considerarlo en nuestro estudio, el que retendremos para «hacer oración» durante unos instantes. Para evitar extravíos, la lógica debe conformarse a las exigencias propias de esta norma, pues lo propio de estas hipóstasis es existir a la vez en sí y en lo que ellas realizan. Se produce entonces no una confusión de los planos del ser, sino una comunicabilidad de los nombres, lo que quizá suscite a nuestro pensamiento unas dificultades cuya peor solución consistiría en degradar estas figuras al nivel de simples alegorías. Debemos poner todo nuestro empeño en salvaguardar y justificar el juego de las transparencias que se hacen posibles precisamente ahí, y no de otro modo ni en otra parte: en esa dimensión nueva de la profundidad de luz. Se nos mostrará que si el tiempo es aprehensible como persona es porque, lejos de ajustarse a nuestra noción abstracta corriente, es Persona-arquetipo, es decir que representa y prefigura la forma que debe tomar o recuperar un ser de luz y que es, como tiempo de la prueba y del combate, el mediador de la metamorfosis. Así se instaura una homología entre el tiempo de realización de cada ser personal y el tiempo del ciclo total: entre el ser personal realizado y la “persona” del tiempo eterno.
Discernidas estas premisas, comprobaremos, centrándonos en esta «persona del tiempo», en las variaciones de sus rasgos manifestados a la visión mental, que el estudio puede descubrir a la vez en las variantes del esquema cosmogónico los elementos antropológicos diferenciales que caracterizan, por una parte, al mazdeísmo puro y, por otra, la dramaturgia que fue designada como zervanismo, a causa de la preponderancia del papel de Zerván y cuyo esquema puede incluir a su vez variantes capitales. Esbozaremos a grandes rasgos la esquematización ideal de las posibles concepciones de la manera siguiente. Para la visión dualista pura, la del mazdeísmo zoroastriano, el drama precósmico en el que se origina el cielo de nuestro Aion es provocado por el ataque y la invasión de una contrapotencia exterior y extraña a Ohrmazd, la divinidad de Luz. Ahrimán, el Espíritu del Mal, de negación y de tinieblas, surge de un abismo sin fondo, en el origen indevelado, preexistente a toda causa. Para la visión zervanita, el drama es interior a la persona misma de Zerván, el tiempo eterno o tiempo absoluto, en tanto que divinidad suprema que, por sí misma, da origen a la vez al Principio de Luz y al Antagonista. Creo que hay ahí un elemento diferencial mucho más importante que la mera divergencia entre dos interpretaciones teológicas distintas de una misma situación. Pero una tentativa de reducción era concebible por parte del mazdeísmo puro: de ello resulta un esquema que se podrá designar, según los casos, como zervanismo mazdeanizado o como mazdeismo zervanizado.
Por su parte, el esquema del zervanismo integral sufrió ciertas alteraciones dramatúrgicas: aparece la idea de una mediación en la persona del ángel Mithra, respecto del cual la teología zoroastriana de nuestros días ha puesto de manifiesto ciertos rasgos de semejanza con el arcángel Miguel. Finalmente, la Unidad que da origen a los dos contrarios ya no estará situada en el nivel de la divinidad suprema, sino en el de una hipóstasis angélica emanada: ésta asumirá el papel de Salvador-salvado, de algún modo; un arcángel Miguel que ha tenido que conseguir su propia victoria sobre sí mismo, y los períodos del tiempo cíclico deberán entonces consumar dicha victoria en la persona de todos los suyos. Así se nos mostrarán el drama y el papel del Ángel de la humanidad en la gnosis ismailí.
En la mitohistoria del mazdeísmo puro, el tiempo cíclico aparece ritmado por tres grandes actos que se desarrollan a lo largo de doce milenios que forman las edades del mundo. El primer acto es la Creación primordial (Bundahishn), que incluye el preludio de los tres primeros milenios que instauran la Creación en el estado mênôk, sutil, celestial; le sucede el período comprendido entre los milenios cuarto y sexto, durante el cual la Creación es transferida al estado gètîk o terrenal. Viene a continuación el segundo acto: la catástrofe. El Negador, cuya amenaza había surgido del abismo en el momento de la aparición de la Creación espiritual, consigue penetrar en la Creación material y dañarla gravemente. Este segundo acto constituye el período de Mezcla (gumecishn) y es el que actualmente vivimos. Terminará con el acto de la separación final (vicarishn), obra de los Saoshyant o Salvadores nacidos de la estirpe de Zaratustra en el curso de los tres últimos milenios, y con la transfiguración del mundo (frashokart).
En el libro mazdeo del Génesis, el Bundahishn, leemos: «Ha sido revelado que Ohrmazd se encontraba durante el tiempo ilimitado en las alturas, engalanado de omnisciencia y de bondad y rodeado de luz. Esta luz es el puesto y el lugar de Ohrmazd. Algunos la llaman Luz infinita (asar rohsnîh). Esta omnisciencia y esta bondad son la túnica de Ohrmazd. Algunos la llaman Religión (dên) [...] El tiempo de la túnica es infinito, pues la bondad y la Religión de Ohrmazd han existido durante tanto tiempo como el propio Ohrmazd, existen todavía y existirán siempre».
Así pues, el tiempo ilimitado no es ni un principio superior a Ohrmazd ni a su creación, sino un aspecto de su ilimitación; expresa su ser mismo, como lo expresan también su omnisciencia y esa Luz infinita en la que reside. Sin embargo, un juego de transparencias sólo posible, por así decir, en esa dimensión en que aquí se mueve el pensamiento, acaba poniéndonos en presencia del tiempo como figura plásticamente definida. Cuando del tiempo eterno, y a su imagen, Ohrmazd crea el tiempo limitado del que tiene necesidad para llevar al desastre el desafío de Ahrimán, se dice que Ohrmazd lo crea «con la forma de un jovencito de quince años, luminoso, de ojos claros, elevada estatura y lleno de un vigor que procede de su capacidad perfecta y no de una naturaleza brutal y violenta». Lo que se realza en esta visión juvenil es algo semejante a una forma mazdea del motivo del Puer aeternus; ahora bien, basta recordar que la edad de quince años define precisamente el aspecto que nuestros textos atribuyen a los renacidos para comprender que la «persona del tiempo» no hace, en definitiva, sino ejemplificar la dimensión ideal de un ser de Luz.
Pero hay más. Si nos mantenemos atentos a las equivalencias que van a sustituir a la denominación de Zerván, podemos descubrir la forma de una experiencia personal absolutamente propia: la espera que se proyecta en la visión en que las figuras se transparentan unas sobre otras. El texto precedente nos ha puesto en conocimiento de que la Religión (Dên), como omnisciencia y bondad en el tiempo infinito, es la túnica de Ohrmazd, lo que rodea y configura su ser. Otros textos nos dicen que «lo que siempre ha sido es la voz de Ohrmazd en la Luz», y que por medio de esa vibración eterna de Luz vibra eternamente la Religión de Ohrmazd. Esta voz eterna, que es el Logos creador de Ohrmazd, es igualmente designada como el arquetipo celestial (mênôk) de la fórmula de oración por excelencia de la devoción zoroastriana, aquella que se designa también, según sus primeras palabras (yatha ahu vairyo), como la estrofa Ahuvar. Ahora bien, de este arquetipo celestial se dice también que es Dên, la Religión eterna. Por fin, una tradición más tardía en lengua persa da expresamente a Ahuvar el nombre de Zervân. Hay, pues, equivalencia, transparencia recíproca, entre el tiempo eterno, el arquetipo celestial de la Oración creadora, y la Religión eterna.
La sustitución por Dên del arquetipo celestial de Ahuvar da a entender que Dên es precisamente el enunciado de esa enunciación eterna en la que se fundamentan los temas melódicos que enuncian la modalidad de cada ser. Ahora bien, la representación de la Religión eterna, que es también omnisciencia y bondad en tanto que tipificada en una hipóstasis, basta ya para orientarnos hacia todo un conjunto de especulaciones concernientes a la Sabiduría o Sophiadivina. De hecho, Dên (religión) no designa una simple abstracción institucional. La figura deDâenâ (forma avéstica de la palabra pahlevi dên) es el principio de toda una sofiología propiamente mazdea. Su extrema complejidad hace difícil una elaboración perfecta; al igual que todas las configuraciones de la imaginación mazdea, designa a la vez una hipóstasis angélica de rasgos personales y lo que en el ser terrestre le corresponde como su operación: aquí es el alma visionaria, el órgano de la visión religiosa de sabiduría, en suma, lo que en el ser humano terrenal (gêtîk) le capacita para formar una pareja con su realidad celestial (mênôk). Comparemos simplemente entonces dos visiones: de una parte, Dâenâ-Sophia es la vestidura y el tiempo eterno de Ohrmazd. Por otra, ella es la que, con los rasgos de un ángel femenino, se presenta post mortem al alma mazdea que ha combatido fielmente y se anuncia a ella como su yo celestial, su Yo de Luz. Así, bajo los rasgos de una figura que deja transparentar a través de sí la del tiempo eterno, el alma encarnada en tierra reconoce a su pareja o paredro celestial. Esta comparación proyecta de nuevo aquí un breve destello sobre la dimensión del ser que presupone la representación del tiempo bajo su especie sofiánica.
Fijada en el origen, que es también la dirección del retorno, la imaginación puede afrontar el combate. «Ahriman se levantó de sus profundidades —dice el Bundahishn y llegó a la frontera donde se encuentra la estrella de las Luces (star-i rôshnân)». Su naturaleza envidiosa y rencorosa, su avidez de sangre, le impulsan hacia delante, pero percibiendo allí «un esplendor y un ascendente superior a los suyos», vuelve a caer a sus tinieblas para producir allí su Contra-creación, la multitud de sus demonios entregados a la obra de aniquilamiento. Ohrmazd, en su dulzura de ser de luz (omnisciente, pero no todopoderoso), propone la paz al Antagonista. Pero ¿tiene poder para convertirlo en ser de luz? Ahrimán responde con un desafío encarnizado: «Me levantaré, incitaré a tu creación a desprenderse de ti y a prendarse de mí.» Ohrmazd sabe que Ahrimán no tiene poder para triunfar sobre la totalidad de sus criaturas. Pero sabe también que para acabar con la contrapotencia de Ahrimán le hace falta el tiempo, ese tiempo limitado que él ha creado a imagen del tiempo eterno; así, propone para la lucha un tiempo de nueve milenios. Su Adversario acepta, pues no tiene más que un conocimiento que «retarda» y no puede, por tanto, prever el desenlace del drama cósmico cuyos tres grandes actos hemos recordado hace un momento.
Que el ciclo del tiempo, el Aion, sea para Ohrmazd el instrumento de su victoria sobre el Antagonista, es algo que el mito sugiere en un episodio grandioso. Recogiendo el desafío de Ahrimán, Ohrmazd le inflige la anticipación de una visión que Ahrimán rechaza, pero que le aterroriza: la aniquilación de sus demonios, el advenimiento de la Resurrección y del «cuerpo por venir» (tan i pasen). Entonces Ohrmazd canta la estrofa Ahuvar, la encantación sonora estremece el espacio intermedio del encuentro y Ahrimán vuelve a caer aterrorizado al fondo de sus Tinieblas, donde queda postrado durante tres milenios (son los milenios cuarto, quinto y sexto, durante los cuales Ohrmazd, asistido por los arcángeles, transfiere su Creación del estado mênôkal estado gêtîk) Ahora bien, sabemos ya que el arquetipo celestial de la estrofa sagrada Ahuvar es «en persona» el tiempo de Ohrmazd, su Sabiduría eterna. El tiempo es, pues, el mediador de la derrota de Ahrimán.
Este episodio nos desvela la naturaleza hierática del tiempo; igualmente, va a mostrar su naturaleza en el desvelamiento del mundo de los arquetipos. Un arma sola es segura, ese ejército hierático, vibración de Luz gloriosa, en el que toma cuerpo eternamente Dâenâ-Sophia, la Sabiduría de Ohrmazd. Que la estrofa sagrada de una liturgia eterna interior al ser de Ohrmazd sea «en persona» el tiempo, instrumento de la ruina de los Demonios, define igualmente el ser esencialmente litúrgico de ese tiempo. La obra de la Creación y la obra de la Redención constituyen de un extremo al otro una liturgia cósmica. Celebrando la liturgia celeste (mênôk yazishn) Ohrmazd y sus Arcángeles instauran la Creación entera, y especialmente despiertan a la individualidad, a la conciencia diferenciada de su Yo perdurable, a las Fravartis, a la vez prototipos celestiales y ángeles tutelares de los humanos. Y es mediante la celebración final de las cinco liturgias del níctémero, como el último Saoshyant realizará la Resurrección. El tiempo total del ciclo, que por la cooperación de todos los seres de Luz, de todas las Fravartis que vienen en ayuda de Ohrmazd, debe asegurar la eliminación de Ahrimán y el rechazo de sus demonios, es un tiempo litúrgico.
Las fracciones de este tiempo (años, meses, días, horas) son naturalmente a su vez momentos litúrgicos, homólogos del ciclo del Aión, puesto que también ellas han sido creadas inicialmente en el estado celestial (mênôk). Están el año celeste, las cinco secciones celestes del día, etc. Por eso la duración de los milenios no es una duración evaluable en el tiempo uniforme de nuestros calendarios, sino una duración litúrgica, es decir, que pone en continuidad momentos litúrgicos. Y por ser un tiempo litúrgico, y porque tal tiempo es por esencia un tiempo cíclico, el tiempo de nuestro ciclo es, en efecto, a imagen de un tiempo eterno. Es su epifanía, es decir, que el orden de las criaturas, en tanto que sucesión temporal, epifaniza el orden eterno que jerarquiza a todos los celestes. Remitida a su origen trascendente, la relación temporal ejemplifica las relaciones orgánicas múltiples entre los arquetipos celestiales: la Creación, en tanto que epifanía del mênôken el gêtîk, plantea por sí misma el orden de sucesión en el tiempo limitado. Por eso el orden de las fiestas, todo el ciclo del ceremonial litúrgico, será una imagen, una repetición de la cosmogonía: seis grandes fiestas solemnes (Gâhambar) corresponden a los seis grandes períodos o creaciones repartidas entre los seis Arcángeles supremos (a los que se añade Ohrmazd como séptimo, lo mismo que el año encierra la totalidad de estas fiestas y forma con ellas una héptada).
Desde entonces también, como cada una de las fracciones del tiempo tiene su arquetipo celestial, y la sucesión litúrgica de estos momentos no hace más que ejemplificar las relaciones entre estas hipóstasis celestiales, su denominación misma anunciará esa comunicabilidad de los nombres conforme a la norma de la ontología mazdea. Cada uno de los doce meses del año es designado por el nombre de un Arcángel supremo (Amahraspand, los «Santos Inmortales») o de uno de los ángeles (Yazata, «adorable»); del mismo modo, cada uno de los treinta días del mes, e igualmente, por último, cada una de las horas canónicas, son confiados al ser celeste o Ángel que es su arquetipo y son nombrados por su nombre, y en su entidad celestial (mênôk) cada una de estas fracciones del tiempo es aprehendida como una persona. Es esta persona la que da su dimensión a los momentos del tiempo terrestre como momentos litúrgicos: se puede decir que el acontecimiento de ese día es esa persona, la esencia de ese día consiste en ser el día de tal o cual ángel, por cuyo nombre propio es nombrado (por ejemplo, el día Ohrmazd del mes Farvardin). Esta relación con el Ángel es la dimensión-arquetipo que da a cada fracción del tiempo limitado su dimensión en profundidad o altura de Luz, su dimensión de tiempo eterno. Por esta misma razón, el asociado celestial de un ser humano de Luz que ha terminado el ciclo de su tiempo terrestre puede manifestarse a él como una forma angélica bajo cuyo nombre (Dâenâ, Dên) hemos visto transparentarse el tiempo eterno. Si el Ángel anuncia a su alma: «Yo soy tu Dâenâ», esto equivale a decir: «Yo soy tu eternidad, tu tiempo eterno.»
Sin duda el juego de estas representaciones ofrece dificultades, pues el pensamiento opera aquí no sobre conceptos o signos abstractos, sino sobre figuras personales concretas cuya presencia imperativa inviste al ser que, para contemplarlas, debe también reflejarlas en él mismo. Es preciso entonces que, sin confusión de personas, su presencia recíproca componga un solo Todo. El tiempo no es la medida abstracta de la sucesión de los días, sino que se presenta como una figura celestial en la que un ser proyecta su propia totalidad, anticipa su propia eternidad, se experimenta en su propia dimensión-arquetipo. Pues si el tiempo se revela bajo dos aspectos, uno de los cuales es a imagen del otro, también revela la distensión, el retraso entre la persona celestial y la persona terrenal que tiende —o, al contrario, se niega— a ser la imagen de aquélla. En razón de todo esto, es esencial considerar cómo las relaciones variables del mazdeísmo puro y el zervanismo, con las posibles alteraciones de este último que implican el retroceso o la preponderancia de la persona del tiempo, permiten al ser que proyecta en ella su persona una experiencia que anticipa su propia eternidad.
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